domingo

Cuentistas argentinos

Jorge Horacio Becco
Ediciones Culturales Argentinas - 1961


Cuentistas argentinos es uno de esos libros que permaneció años en la biblioteca hasta ser leído. Nacido en el marco de las celebraciones de los 150 años de la Revolución de Mayo (y financiado por una Comisión Nacional Ejecutiva creada ad hoc), durante el gobierno de Frondizi, reúne una serie de textos que incluyen clásicos de la narrativa argentina hasta sorprendentes escritores que en la actualidad nadie recuerda. Este libro es una buena oportunidad para:

a) reencontrarse o descubrir autores, de bucear en los alrededores de los comienzos de una narrativa argentina, ligada a la imagen de lo gauchesco que, en lo personal, me abre un prejuicio de aburrimiento, macchieta y desazón militante. El resultado: quedar gratamente sorprendido: junto a los tanques gauchescos como Payró, Lynch, Güiraldes y a la luz de la oscuridad de Horacio Quiroga, aparecen dos nombres: Atilio Chiáppori y Mateo Booz, introduciendo un género que coparía, más adelante, algunas páginas gloriosas de las letras de este rincón del mundo: el policial.

b) dar un brinco con el cambio de perspectiva: el asomarse de la ciudad acortando el horizonte visible, poniendo al hombre en otro momento de las relaciones entre las clases, muy cerca del retrato intimista (y que dio paso al montón -es decir, de lo que no se destaca como una perla en el barro-, siempre al borde de lo pintoresco, del mural social). Para ponerse a conseguirlo de algún modo: El dueño del incendio, de Guillermo Guerrero Estrella.

c) ser testigo lector del modo en que el estilo se fragmenta, en consonancia con lo fragmentario del cuento, y se produce una explosión de esquirlas que combinan el surrealismo casi grotesco y kistch de Conrado Nalé Roxlo, el revival gauchesco de Gudiño Kramer, la potencia arrolladora de Ezequiel Martínez Estrada ( y su magnífico El sueño), el cross a la mandíbula de don Roberto Artl y, como era de esperar en esta explosión fundante, la pluma tan afilada como maestra de Borges. Dicho en otras palabras, asistir al Big Bang de la literatura argentina contemporánea.

d) caer en la cuenta de que se llega al final del libro y recién allí, firmando uno de los cuentos aparece el nombre de una mujer. Esta actualidad de narrativa escrita por mujeres al tope de todos los charts del mercado literario, relanza la perspectiva de Cuentistas argentinos ubicándolo -definitivamente- en otro momento (cronológico y lógico) de la historia. El objeto libro ha tomado otra dimensión con el paso de los años y hace aparecer una pregunta: ¿hubo una literatura femenina en los albores de la literatura fuera de este registro oficial? El cuento que marca la falta de otros nombres femeninos en la lista que lo antecede es una maravilla: Tiempo, de Carmen Gándara, condensa la riqueza de la historia narrativa, una suerte de genética literaria, con la agudeza de la ciencia ficción y la modernidad para producir una máquina narrativa deliciosa y perfecta.

e) llegar a la recta final en la que se encuentran Silvina Ocampo, Mallea, Anderson Imbert y Bioy Casares con la sensación de haber dado un paseo con todo lo que implica: paisajes conocidos y reconfortantes; momentos de aburrimiento e incomodidad; sorpresa; ganas de seguir, aunque más no sea de tanto en tanto, recorriendo el camino, capturando lo nuevo por más que hayan pasado muchos, muchos años.

A favor de Jorge Horacio Becco: lo que mejor habla de su trabajo es lo poco que se nota. En contra de Jorge Horacio Becco: por más nacimiento en Bruselas, Julio Cortázar ya había publicado, al momento de la edición de Cuentistas argentinos, Bestiario, Final del Juego y Las armas secretas.

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martes

La mujer justa

Sándor Márai
Salamandra - 2005





La mujer justa es una novela de desplazamientos; cosa que parece estar subrayada en su equívoco título en castellano (¿justa de quien ejerce justicia ó justa de adecuada?). A lo largo de sus páginas y atravesando el discurso de los tres monólogos que lo componen, el malentendido, lo oculto, lo confinado al silencio, tiene el efecto de un error. Los tres personajes viven en un eterno error de percepción. Y en base a esa perspectiva (siempre subjetiva) construyen sus acciones en busca de la resolución de un conflicto que nunca es bien evaluado. De allí que, en cierta forma, esta novela desplace el sentido de lo esperado al fracaso de cada uno de los protagonistas en relación a los demás.

En la contratapa se nos advierte algo: las dos primeras partes (los monólogos de Marika y su esposo Péter) fueron escritos en el año 1941, en plena guerra, en pleno sometimiento de Hungría, país natal de Márai, en mano de los nazis; la tercera (el monólogo de Judit, la empleada doméstica que se constituye en respetada señora cuando contrae matrimonio con Péter luego del divorcio de éste), escrito en 1949 cuando Hungría ya estaba en poder de los soviéticos, régimen comunista implantado. Y es esa intervención del propio autor en su propia obra la que hace que tome una otra dimensión que, a priori, parece ser resultado de una exageración estructural y coral, como muchos gustan en llamar a estas narraciones en las que cada personaje hace su aproximación a los hechos, como cualquier hijo de vecino; con coincidencias, desencuentros, nuevos hilos con los que se urden tramas (aparentemente) secundarias. Si las dos primeras partes articulan el conflicto matrimonial de una pareja de la aristocracia húngara y sus conflictos con La Sociedad y ponen su énfasis en el terreno de la prohibición, el deseo y el destino; la tercera introduce el concepto de la pobreza extrema, la visión particular de una proletaria de la aristocracia a la cual sucumbirá al punto de ser parte de esa clase enemiga por definición y da forma a la insatisfacción tanto con la política fascista como con el comunismo del propio Márai quien ubica esta tercera voz en Roma, la ciudad en la cual ella-personaje/él-escritor se exilió luego del ascenso del comunismo en su país natal.

La mujer justa es una novela potente, con un planteo de una inteligencia refinada y una estructura que permite deslizamientos naturales entre presente, pasado y -en menor medida- futuro de cada uno de los personajes; con momentos de una tensión que atrapa y subyuga y unas trazas poéticas que tientan al subrayado y posterior utilización de esas perlas que, enhebradas a lo largo de más de 400 páginas, arman un collar único.

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sábado

Sábado

Sábado
Ian McEwan
Anagrama - 2005


Ian McEwan escribió una novela que no es sobre lo que aparenta ser: está llena de trampas y espejos de kermesse; plagada de señuelos. Lo que salta a la vista -y se lee en/sobre este libro y hasta parece ser una obviedad- es que su totalidad transcurre un día sábado. Gran espejismo: si bien muchos de los acontecimientos centrales transcurren en ese sábado en la vida de Henry Perowne -McEwan los relata cronológicamente transitando el día a la par de la novela-, Sábado está llena de ramificaciones, de caminos que se apartan de lo que puede considerarse su corpus para volver a ella y refrescarla, darle otro sentido, subrayar un concepto. En ese mismo orden se encuentra el mayor hallazgo de la novela: trasladar, con aparente ingenuidad, el miedo globalizado al miedo más íntimo y profundo. McEwan nos lleva a este paseo: sale de un comienzo con un avión en llamas que remite -tanto al personaje como al lector- a los ataques a las Torres Gemelas, para llegar a una situación de violencia íntima en la propia casa de Perowne, con una breve escala en una escaramuza callejera. El virtuosismo de McEwan para esos relatos escalofriantes -de una tensión dramática que dan ganas de arrojar el libro por el aire pero que, a su vez, atrapan la atención como un pase mágico-, rasga la idea del imperio de un miedo ajeno, inconsulto, masivo y masificado, vencido por ese otro miedo de menor magnitud pero de una intensidad incomparabale; momento en el que la vida está en juego y el pellejo se crispa. De ese modo, McEwan le hace un amague a la presión de tener que decir algo sobre el 11-S y sus coletazos en Europa, sitúa la novela en ese momento del tiempo, se vuelve sobre el detalle,sobre lo cotidiano y pone el acento sobre algo que en la globalización se pierde sin demora: los avatares de la vida de cada quien.

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jueves

La leyenda del Santo Bebedor

La leyenda del Santo Bebedor
Joseph Roth
Anagrama - 1981


En muchas lecturas hay una curiosidad que lleva a preguntarse cuánto de lo que se narra le ha acontecido al autor. Sobre todo en aquellas novelas que transcurren en algún momento del tiempo dentro de Lo Contemporáneo de quien la escribió. En esta nouvelle de Joseph Roth se juegan esas cosas. Quizás porque la vida del escritor (nacido en el corazón del Imperio Austrohúngaro es decir un lugar sin límites precisos) y sus versiones sobre su propia historia han armado un rompecabezas contradictorio y mítico: judío converso al catolicismo; arruinado financieramente; perseguido por el nazismo y exiliado en París; bebedor empedernido; muerto en medio de un delirium tremens.

Lo que La leyenda del Santo Bebedor propone (quizás sin proponérselo) es una parábola: a partir de un encuentro -que se supone- casual Andreas Kartak contrae una deuda que debe honrar en una capilla a Santa Teresita de Lisieux y lo que esa promesa de cumplimiento implica para el personaje, las reiteradas faltas, las reiteradas postergaciones. Como es de esperar, Kartak se topa con la suma necesaria para devolver el dinero pero, inevitablemente, sucumbe al imán de los bares y, vez a vez, la promesa se rompe. Y nace otra, un poco más allá en el tiempo, una semana más, sólo eso. Semana que, en ese momento de la vid de Kartak, equivale a un mundo en sí. No hay, en el relato, ni una mirada compasiva ni comprensiva sobre el vicio de la bebida: es lo que es y tiene los efectos que tiene. Kartak no se engaña sino que postergando y postergándose; confía en la redención, en otro pequeño milagro que también llega; y vuelve a distraerse, a salirse de foco. Kartak no tiene intenciones, sino una profunda convicción. Que de tan profunda es engañosa.

La leyenda del Santo Bebedor carece de moraleja y tiene un final que se acerca, cada vez más, al convencimiento ciego, a la fe religiosa de Kartak y a la forma de su cumplimiento; un final que subraya la esencia del personaje y que, a su vez, habla de su debilidad, de su necesidad imperiosa de que algún otro pueda dar fe de lo que es: un hombre de honor, circunstancialmente harapiento como buen clochard parisino; una figura de la pobreza que hasta puede ser considerada de un extraño concepto poético. En definitiva, Roth habla del Destino y de cómo el personaje sucumbe a lo que no puede torcer, a ese camino que no puede dejar de transitar. Los milagros no hacen sino poner el acento en la distancia entre lo que pudo ser a lo que, simple y llanamente, ha sido de la vida narrada de Andreas Kartak.

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Arte menor

Arte menor
Betina González
Clarín/Alfaguara - 2006


La primera novela de Betina González es incómoda. Y en eso reside uno de sus mayores valores. Es una novela bien escrita, trabajada, con matices que se entreveran en las palabras como pequeños juegos del inconciente más que como una pista para el lector, más que como una necesidad de La Trama; hace a la construcción de la narración sin detenerse a pensar quién es el que está del otro lado de la página, quien degusta -o no- las palabras que van armando la vida de un personaje que, vuelta de tuerca a la estructura, es conocido pura y exclusivamente por la imagen fragmentaria, caprichosa, viciada de reflejos especulares que tienen otros sobre él, es decir por una narración coral. No hay voz del padre muerto, hay citas, dichos que dicen que dijo y demases. Es la deconstrucción de un padre y no el superficial barniz justificativo de la búsqueda de alguna verdad sobre su vida. Así como su protagonista tácito Fabio Gemelli, el resultado de la lectura de Arte menor tendrá la diversidad del aspecto coral que usa la autora para retratar ya no exclusivamente al narrado, sino a los narradores que moldean, cincelan, pulen la vida después de la muerte de un escultor mediocre. Las fantasías quedan expuestas por superposición: el bulín que era un aguantadero guerrillero no es sino el antro de falsificadores de monedas: todo sin prevenir el cambio de eje porque el cambio de eje, a lo largo de la novela, es previsible, transparente: si tiene forma de thriller afectivo lo que importa no es mantener un secreto hasta el final, no es poner pistas falsas en el camino para asombrar con un final por el que la difunta Agatha Christie daría a cambio la eternidad; lo que importa es lo que se urde, el hilo, la trama y no la apariencia de la tela. Es la narración de la salida de una herida profunda y antigua, arcaica, esencial, inevitable. Es una trampa que habla sobre la simulación simulando la sencillez de una chica del conurbano bonaerense.

La primera novela de Betina González es incómoda. No ha sido un éxito de mercado como otros premios Clarín o el de cualquier otro tanque editorial. No es una novela de una construcción sorpresiva, de una erudición aplastante que aguijonée la curiosidad de la intelligentzia argentina. No tiene ninguna intención de coquetear con la vanguardia petardista, ilustrada, cacofónica y filoescatológica. Es una novela, es literatura.


PD: ¿para qué publicitar la novela con las espantosas y falsopoéticas declaraciones de Saramago justificando su fallo?

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miércoles

Ferdydurke

Ferdydurke
Witold Gombrowicz
Argos - 1947




Si Gombrowicz es el escritor polaco más argentino de la historia, Ferdydurke es su contraparte literaria. Entre su escritura y su publicación en Argentina tuvo lugar, ni más ni menos que la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, ni la distancia geográfica, ni la historia sucedida, ni el cambio de residencia de su autor parecen haber alterado el corpus de esta novela de iniciación: un adolescente (que el autor oculta detrás de una duda que desfasa el relato: ¿es un adulto vuelto adolescente o un adolescente que se pretende adulto?) y su inclusión en la escuela, en el sexo, en la amistad.

Ferdydurke asoma como una novela irreverente de un autor irreverente, es decir que calza en como mascarón de proa de toda una producción literaria que llegará a hacer de la escatología una militancia literaria de vanguardia, un lugar donde los marginados de la bipolaridad (tan típicamente argentina) encuentran un resquicio. En esa perspectiva, fue abominado por La Academia en igual medida que por El Mercado, lo que se resume en la ferocidad con que lo trataron Bioy Casares (asegurando que Gombrowicz no vale el esfuerzo de estirar el brazo para agarrar un libro suyo de la biblioteca) y Borges (sosteniendo, con su típica ironía, que el autor polaco no existía más que como invento del poeta Carlos Mastronardi). Sin que representase un esfuerzo por ser reconocido, Gombrowicz utiliza trazos dadá que ponen en evidencia la transgresión en un lugar de torsión del lenguaje por sobre el efecto de disgusto en el lector como su línea sucesoria, que va desde ese Proyecto de Colgajo Supurante Literario llamado Osvaldo Lamborghini; pasando por el Plan de Grano en el Gran Traste Literario, que responde al apellido Fogwill; y, en menor medida, del Olvidable Heredero Escatológico apenas rescatado por un puñado de amigos periodistas, el difunto Salvador Benesdra. Y es en esa apuesta al más allá de la superficie del texto donde reside la mayor potencia de esta novela: está en el cuestionamiento (bisagra entre lo implícito del concepto y lo explícito de la idea) de la narración, de la novela, de la incursión de la poesía en el lenguaje. Es decir donde la costura (lo transgresor explícito, el cuculeíto dadaísta, el asquerosito moral) deja de verse para profundizar, desde el lenguaje mismo, la brecha de lo imposible: narrar con precisión lo que la palabra -siempre- oculta.

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jueves

Poemas

Poemas
e. e. cummings
Alberto Corazón - 1969




La poesía de e. e. cummings es, probablemente, una de las más atrevidas y subversivas que haya dado la época contemporánea en los Estados Unidos. Vapuleado por la crítica, adorado por sus lectores, adquirió una popularidad en base a su falta de conseción con el lector. Imágenes de la potencia de un golpe a la mandíbula; fragmentos del lenguaje que dejan sin aliento; palabras que soportan estoicamente las traidoras traducciones; caricias, erotismo, pasión; conforman el universo potético que deja asomar Poemas. Profundizando la elección del camino de la poesía como forma de leer el mundo a través de lo íntimo, deforma la estructura del poema y de la palabra misma, la quiebra, la fragmenta, la pulveriza y la rescata. Pero la máquina cummings no se detiene allí: en la búsqueda de la forma que acompañe al contenido rompe con la regla del caligrama, lo subvierte: las palabras ya no dibujan el objeto del poema: la forma se ajusta a la geografía del poema, lo ciñe, lo viste.

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sábado

El espejo que tiembla

El espejo que tiembla
Abelardo Castillo
Seix Barral - 2005


Quinto libro de cuentos de Castillo, quinta parte de lo que ha dado en llamar Los mundos reales. Ese marco, ese subrayado encuadra a los relatos que contiene. Relatos que mezclan, casi en todos los casos, el mundo real con el mundo de los sueños, con la fantasía, con la paradoja temporal del pasado que deja de ser un rastro de la historia para personificarse en el presente de algunos personajes. Porque de eso se trata el esqueleto de El espejo que tiembla: convertir el tiempo no ya en escenografía de la trama, sino en el hilo mismo con el que se urde la narración. Entonces es literariamente posible que el mundo ficcional supere los límites de lo creíble y abreve en el estilo argentino clásico para el género de la ciencia ficción. Alguno de los cuentos que bordean esa tradición parecen torcer el rumbo hacia el realismo mágico y el relato -y el libro en su conjunto- pierde potencia. Afortunadamente eso no es todo y aquellos pocos cuentos que se quedan del lado más intrincado de la realidad son los que hacen que el lector quiera un poco más de Castillo. Sea o no vanguardista sostener esa afirmación.

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miércoles

Once tipos de soledad

Once tipos de soledad
Richard Yates
Emecé - 2002


Richard Yates se revela como un escritor de una potencia narrativa extraordinaria a pesar del despojo de su pluma. En los once cuentos que constituyen Once tipos de soledad recorre una galería de situaciones y personajes que, de tan reconocibles, posibles y cercanos, pueden ser una tentación para una narrativa que se sirva de la cáscara para producir efectos cercanos al golpe bajo. En el caso de Yates, deja de lado cualquier superficialidad y urde sus tramas con hilos profundos, mostrando la cara visible de la soledad, el abandono, el dolor, el absurdo como una máscara trágica, una interpretación posible del padecer de cada personaje alrededor del cual gira la soledad. La apuesta es arriesgada ya que no hay nada más extraordinario que la misma construcción de cada historia, los diálogos y las escenografías que el lector intuye como no premeditadas, como encontradas y, por lo tanto, genuinas. Que pueda ser sindicado como un padre joven y desentendido del minimalismo ejemplificado en Raymond Carver no es más que una circunstancia feliz, valga la contradicción con la naturaleza de este libro.

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viernes

Falconer

Falconer
John Cheever
Emecé - 2005




Me hablaron de Cheever con una pasión que pocos escritores despiertan. Entonces lo leí. Y si ya había quedado atrapado por el fluir de su pluma en los textos (atropellados siempre por las insoportables traducciones para el lector español), Falconer profundiza las ganas de leer más del autor. Porque hasta esta, considerada atípica en perspectiva de su obra, es puro Cheever. La novela no carece de violencia, maltrato, dolor, soledad, relaciones homosexuales, masturbaciones, encierro como toda novela de cárcel que se precie, pero en ningún momento es obscena y hay tramos de un humor tan filoso y ácido que da gusto. No le es necesario contar por qué cada personaje está ahí. Ni siquiera el momento del fratricidio por el cual está encerrado el personaje principal de la novela, tiene excesiva importancia por sobre su lectura personal del crimen. La cárcel pasa a ser una comunidad que es interpretada de tantos modos distintos como hombres hay allí. Los hombres no son buenos o malos de acuerdo a qué lado de las rejas duermen; la justicia es algo de otro mundo, el mundo que les es privado a los presos y no se discute; y ambas confluyen en un extraño contrato social nuevo. Ese es el trasfondo del mundo carcelario leído por el autor: una superficie narrativa explosiva contenida en una falsa calma.

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lunes

La conjura de los necios

La conjura de los necios
John Kennedy Toole
Anagrama - 1990


¿Qué se puede agregar a todo lo ya dicho sobre la mejor novela norteamericana contemporánea? ¿Que tuve que abordarla como 5 veces hasta que entré en su trama y ya no pude despegar de sus efectos? ¿Que cuando llegué al final quería que no terminara, que le crecieran hojas a la novela? ¿Que lamenté no poder dimensionar qué es lo que podría haber escrito JKT de no haberse suicidado metiendo una manguera conectada al escape dentro del habitáculo de su automóvil a los 32 años, desmoronado por la negativa de los editores? Su lectura provoca un antes y un después en la vida literaria de un sujeto: no importa cómo, el lector se modifica. Con el moño de una preciosa metáfora extraliteraria: fue su propia madre quien insistió hasta lograr que se diera a luz, en formato libro, a esa brillante obra póstuma que es La conjura de los necios, tal como lo hubiera hecho Irene, la madre de Ignatius, con la obra escandalosa, encendida e incorrecta de su hijo.

Por esta novela, JTK recibió el premio Pullitzer 12 años después de su muerte. Esto hace pensar, una vez más, en el ojo que lee un texto, en qué es lo que lee allí y qué es lo que apuesta un editor a manos de la novela de alguno de sus escritores. Sin el arrojo al escribirla, sin el riesgo de editarla, hoy estaríamos privados de una novela genial. JTK lo sabía: el epígrafe de Swift no es inocente: el genio contra el cual conjuran los necios es él mismo. Sabía que su novela es una obra maestra, estaba seguro de ello. Seguro al punto de morir antes de verla publicada.


PD: lamento profundamente que la edición en castellano haya respetado diseño original, al punto de colocar en la tapa ese dibujo que nada tiene que ver con ese inmenso (en toda la amplitud del término) personaje que es Ignatius J. Reilly.

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miércoles

El africano

El africano
J. M. G. Le Clèzio
Adriana Hidalgo - 2006


No creo en las casualidades aunque me gustan como figura literaria. En los últimos tiempos pasaron por mis manos novelas en las cuales los escritores cuentan fragmentos de la vida de sus padres. El africano es un thriller sentimental, un relato con preciosos trazos de poética, veloces, salvajes. La relación del texto con el título provoca un giro interesante: la identidad no tiene que ver con el lugar de nacimiento tanto como con las tierras en las que transcurre el del desarrollo de la vida y que no siempre coinciden. En ese desfasaje, en esa figura corrida sobre otra idéntica que al trasluz deja entrever el desvío, se mueve Le Clèzio para ir y venir en su vida y en la de su padre. Para narrarse narrándolo y viceversa. Si convenimos, entonces, que la Patria se lleva consigo y, por extensión, que no hay otra Patria que el sujeto que somos, ese terreno es el del lenguaje. Enmarcada entre dos líneas tensas -el África colonizada que puja por la liberación; y la distancia entre ese continente (donde trabaja el padre como médico de tribus) y Europa (donde viven madre e hijos)-, toma una potencia tremenda cuando los mundos colisionan y el narrador describe el continente negro desde la perspectiva de su niñez.

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Un altar para la madre

Un altar para la madre
Ferdinando Camon
Losada - 2002


Es grato recibir un libro como de regalo de cumpleaños. Y más grato es cuando ese libro es absolutamente desconocido. Y si hay algo que supera a todo eso es cuando en la lectura se produce el encuentro con la lengua del escritor. En Un altar para la madre esa lengua no es el español al que ha sido traducida, ni siquiera es el italiano original: la lengua de este libro es esa madre muerta, ese padre que construye el altar, ese sujeto narrador, es el tono íntimo de ese fantasma, el recuerdo, la vida en el campo, los silencios prolongados, el sentimiento fundido en aspereza de los padres campesinos. Atravesar este texto es atravesar una aventura íntima. El lugar del rezo, la permanencia del fantasma, la consistencia de la muerte. Ferdinando Camon es una sorpresa, al menos para mí. Su pluma se desliza por metáforas y anécdotas rayanas con lo autobiográfico. Es cierto: las referencias del escritor en su literatura, cuando lo escrito es ficcional, pasa exclusivamente por las fantasías del lector. Se puede imaginar a Camon en el campo viendo el cuerpo encorvado de su madre. Se puede adivinar la rudeza de la mesa familiar, el peso de una tradición de dedicación a un trabajo que termina siendo la vida misma. Esa madre que, una vez muerta, retorna y retorna. Camon hace un enroque interesante y se corre del lugar del espectador: ese retorno, entonces, se convierte en preguntas. Preguntas cuya posibilidad de respuesta (más allá de la respuesta concreta en sí) es un camino que se abre, incluso, a pesar de esa madre; del peso de ese personaje, inversamente proporcional a la ingravidez del alma muerta.

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martes

Almas muertas

Almas muertas
Nicolai Gogol
Clipper - 1947


Lo primero que vi cuando lo abrí fue el precio, dibujado a lápiz en el ángulo superior derecho: 800 australes. Es uno de los pocos sobrevivientes del puesto de libros que tuve en el parque Rivadavia. Lo encontré una tarde, en otro parque, en el puesto de otro librero que me hizo un precio preferencial por el contenido de unas cajas olvidadas bajo el mostrador. Siempre he sido muy paciente con libros a los que no he leido pero que llevo conmigo, mudanza a mudanza, circunstancia a circunstancia. Almas muertas me acompañó, en esa antinatural -para un libro- situación de no lectura durante 17 años. Hasta que leí una cita de Tolstoi en la que decía que esta novela era, a su criterio, una de las grandes obras de la literatura universal. Apenas pasadas las primeras páginas, caí en la cuenta de que, de algún modo, su título había atentado contra mis ganas de leerla. Esperaba una novela sombría, una narración apretada, floreada de palabras, barroca. Me encontré con una narración ágil, plagada de giros y contragiros interesantísimos, moderna por donde se la lea, inteligente y clásica. Las apelaciones al lector, la inclusión del escritor ya no como ojo omnipresente sino como un narrador heredado de la transmisión oral. Podría llenar la página de rerferencias (desde la metanarración: "La obra era representada por Pepe Pepinov y Pepa Pepovna. Los otros actores eran aún más desconocidos" hasta la conversión de la relación lector-escritor en un todo "¿Qué será de nuestro personaje?"), pero no hay nada como internarse en la prosa de Gogol y su maravilloso transcurrir. Quizás clasicismo sea leer las palabras escritas hace un siglo y medio y mirar alrededor y ver un mundo en el cual no falta un Chichikov que busca comprar almas muertas.

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miércoles

Mi oído en su corazón

Mi oído en su corazón
Hanif Kureishi
Anagrama - 2005


Mi relación con este libro comenzó con una adivinanza. El título de Kureishi ya había estado en mis planes de mi cumpleaños de 2006 pero, Ian McEwan y John Berger de por medio, el delantero inglés de origen pakistaní del dream team de la literatura inglesa, quedó para la Navidad. Mi amada me pidió que adivinase qué libro me iba a regalar. Y cón sólo ver el color crema de la colección de Anagrama, lo supe. Hasta que lo abrí, esperaba una novela de Kureishi sobre su relación con su padre. Y me encontré con una novela de Kureishi sobre su relación con su padre funcionario del montón y escritor frustrado. Sólo puedo hablar desde mí: es en la tensión entre hijo-escritor-édito/exitoso vs. padre-escritor-inédito/fracasado donde la escritura de Kureishi brilla. ¿Por qué escritura? Porque Mi oído en su corazón es dificil de encasillar: novela, autobiografía, ensayo, novela sobre novelas, biografía, crónica... Es como un jugo multifruta tomado en la playa. Uno disfruta del conjunto cuando el conjunto es armónico, suave. Sin embargo, el hechizo se rompe cuando en medio del trago asedado aparece una semilla, un trozo de cáscara, un hollejo, una esquirla de carozo. Ahí se pierde de vista la playa y todo se tiñe de ese fragmento molesto, de esa imperfección que viene a romper la ilusión del paraíso. Todo comienza con el encuentro no tan fortuito de un manuscrito. Un manuscrito que estaba destinado a llegar a sus manos como un legado. Este punto de contacto del relato con Ella de Henry Rider Haggard me predispuso a disfrutar de una otra aventura, ya no en tierras míticas, en compañía del saber, la fuerza y la belleza irresistible en busca de la vida eterna, sino en las tortuosas geografías del tiempo entre padre e hijo. Esa novela que Shanoo Kureishi entrega al editor de su hijo y que permanece en poder de éste hasta que, a 11 años de muerto Shanoo, hace entrega del manuscrito a Hanif. Es el hijo-escritor-édito/exitoso el que comienza a bucear en el texto desparejo de su padre, a cotejarlo con los escritos de su tío Omar Kureishi quien, de algún modo, parece ser el que indica, con sus ensayos novelados, un rumbo que la novela de su sobrino no termina de elegir. Cierta hipernecesidad de contextualización histórica de una historia sin tiempo hace que se cuelen un par de semillas molestas: obviedades marxistas; una tenaz llovizna periodísitca (sea o no un grado cero...); drogas, chicas y excesos pop de ciudad inglesa; una afortunadamente difusa tendencia a ciertos lugares comunes del bienpensar. Si uno logra sacar esas asperezas de la boca, si puede abstraerse y lograr no perder la sensación de paraíso por un rejunte de molestias menores, puede disfrutar de una búsqueda universal que se renueva en cada sujeto: el peso de la palabra del padre.

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