sábado

Sábado

Sábado
Ian McEwan
Anagrama - 2005


Ian McEwan escribió una novela que no es sobre lo que aparenta ser: está llena de trampas y espejos de kermesse; plagada de señuelos. Lo que salta a la vista -y se lee en/sobre este libro y hasta parece ser una obviedad- es que su totalidad transcurre un día sábado. Gran espejismo: si bien muchos de los acontecimientos centrales transcurren en ese sábado en la vida de Henry Perowne -McEwan los relata cronológicamente transitando el día a la par de la novela-, Sábado está llena de ramificaciones, de caminos que se apartan de lo que puede considerarse su corpus para volver a ella y refrescarla, darle otro sentido, subrayar un concepto. En ese mismo orden se encuentra el mayor hallazgo de la novela: trasladar, con aparente ingenuidad, el miedo globalizado al miedo más íntimo y profundo. McEwan nos lleva a este paseo: sale de un comienzo con un avión en llamas que remite -tanto al personaje como al lector- a los ataques a las Torres Gemelas, para llegar a una situación de violencia íntima en la propia casa de Perowne, con una breve escala en una escaramuza callejera. El virtuosismo de McEwan para esos relatos escalofriantes -de una tensión dramática que dan ganas de arrojar el libro por el aire pero que, a su vez, atrapan la atención como un pase mágico-, rasga la idea del imperio de un miedo ajeno, inconsulto, masivo y masificado, vencido por ese otro miedo de menor magnitud pero de una intensidad incomparabale; momento en el que la vida está en juego y el pellejo se crispa. De ese modo, McEwan le hace un amague a la presión de tener que decir algo sobre el 11-S y sus coletazos en Europa, sitúa la novela en ese momento del tiempo, se vuelve sobre el detalle,sobre lo cotidiano y pone el acento sobre algo que en la globalización se pierde sin demora: los avatares de la vida de cada quien.

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jueves

La leyenda del Santo Bebedor

La leyenda del Santo Bebedor
Joseph Roth
Anagrama - 1981


En muchas lecturas hay una curiosidad que lleva a preguntarse cuánto de lo que se narra le ha acontecido al autor. Sobre todo en aquellas novelas que transcurren en algún momento del tiempo dentro de Lo Contemporáneo de quien la escribió. En esta nouvelle de Joseph Roth se juegan esas cosas. Quizás porque la vida del escritor (nacido en el corazón del Imperio Austrohúngaro es decir un lugar sin límites precisos) y sus versiones sobre su propia historia han armado un rompecabezas contradictorio y mítico: judío converso al catolicismo; arruinado financieramente; perseguido por el nazismo y exiliado en París; bebedor empedernido; muerto en medio de un delirium tremens.

Lo que La leyenda del Santo Bebedor propone (quizás sin proponérselo) es una parábola: a partir de un encuentro -que se supone- casual Andreas Kartak contrae una deuda que debe honrar en una capilla a Santa Teresita de Lisieux y lo que esa promesa de cumplimiento implica para el personaje, las reiteradas faltas, las reiteradas postergaciones. Como es de esperar, Kartak se topa con la suma necesaria para devolver el dinero pero, inevitablemente, sucumbe al imán de los bares y, vez a vez, la promesa se rompe. Y nace otra, un poco más allá en el tiempo, una semana más, sólo eso. Semana que, en ese momento de la vid de Kartak, equivale a un mundo en sí. No hay, en el relato, ni una mirada compasiva ni comprensiva sobre el vicio de la bebida: es lo que es y tiene los efectos que tiene. Kartak no se engaña sino que postergando y postergándose; confía en la redención, en otro pequeño milagro que también llega; y vuelve a distraerse, a salirse de foco. Kartak no tiene intenciones, sino una profunda convicción. Que de tan profunda es engañosa.

La leyenda del Santo Bebedor carece de moraleja y tiene un final que se acerca, cada vez más, al convencimiento ciego, a la fe religiosa de Kartak y a la forma de su cumplimiento; un final que subraya la esencia del personaje y que, a su vez, habla de su debilidad, de su necesidad imperiosa de que algún otro pueda dar fe de lo que es: un hombre de honor, circunstancialmente harapiento como buen clochard parisino; una figura de la pobreza que hasta puede ser considerada de un extraño concepto poético. En definitiva, Roth habla del Destino y de cómo el personaje sucumbe a lo que no puede torcer, a ese camino que no puede dejar de transitar. Los milagros no hacen sino poner el acento en la distancia entre lo que pudo ser a lo que, simple y llanamente, ha sido de la vida narrada de Andreas Kartak.

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