jueves

Johnathan Safran Foer - Todo está iluminado

2007 - De bolsillo/Sudamericana


La primera sensación puede ser la confusión, el sentirse enredado en capítulos disociados en el tiempo y el estilo, en la grafía y en la voz. Una vez ubicadas las fichas (es decir: identificados los personajes y la naturaleza de cada "tipo de texto"), la novela se desliza y arma no ya un collage, no ya un montaje, sino un vitraux a través del cual la luz puede apreciarse en su diversidad, en su desvío. Safran Foer urde una trama no tan compleja de leer como de explicar; construye una escultura narrativa con una suerte de cajas de sorpresas literarias que tienen la particularidad de introducirse unas dentros de las otras, siendo contenido y contenedor al mismo tiempo. Por un lado echa mano de sí como personaje, no ya narrando en primera persona como tal, sino siendo un protagonista tácito. Un personaje que es construido por otro que es escrito por el escritor; un personaje al cual Alex (el co-protagonista) apela en cartas y narra en una novela en la que cuenta su experiencia de guiar a Safran Foer por Ucrania en busca de una mujer octagenaria de la cual tiene dos trazos de un imaginario mapa: una foto de ella adolescente y el nombre de un pueblo que desapareció tragado por la tierra -literalmente hablando-, sesenta años antes, después en un ataque de los usurpadores nazis. Safran Foer es objeto de la epístola, objeto de una narración y escritor de los capítulos en los que cuenta la historia de su propia familia; la historia que -nunca se sabe- necesitaba completar o comenzar a escribir a partir de esa búsqueda. La búsqueda de la mujer que salvó a su abuelo, acto que dio lugar a su propia vida, al permitir que continuase la cadena genealógica. Su agradecimiento por aquel salvataje a su antepasado no es sino su propio agradecimiento y, claro está, su sospecha respecto de esa mujer como el verdadero amor de su abuelo.

Todo está iluminado tiene como valores degustables un humor filoso y sin concesiones; momentos de un profundo dramatismo; y una precisión respecto de la violencia nazi en la que nunca recurre al golpe bajo. Le basta con narrar. Le basta con decir los hechos sin regodearse en dolores, ni en llagas, ni en charcos de vísceras. Expone una violencia seca, breve y contundente como el famoso cross a la mandíbula que sostenía Roberto Artl; rápida y feroz como el disparo de cualquier revolver de la máquina de matar; tan irritante y revulsiva como el odio que representa. Safran Foer teje y desteje el humor judío. Se victimiza y critica la victimización y no deja lugar a reclamo porque Safran Foer es judío. Un judío que se permite modelar una muy buena novela y hacer querible a un ucraniano antisemita: querible para él (personaje y escritor), querible para el lector. Y ambos, judío y ucraniano antisemita, irán girando, modificándose juntos. Y en pinceladas sutiles e inolvidables, Safran Foer dejará abiertos interrogantes sobre las buenas intenciones, la inocencia, el desparpajo, la sumbversión de los valores establecidos, lo ridículo de puritanismo y lo inmodificable de la condición humana. Y usa a personajes secundarios de una potencia arrolladora (el abuelo de Alex y su perra Samy Davis Jr. Jr; el pequeño Igor, la abuela de Safran; la anciana que no es la de la foto aunque así lo crean y viceversa) a los fines de narrar y de sentar posición, como cuando pone en boca de una moza ucraniana un brillante dicho sobre la xenofobia: "Digale al judío que lamento haberle dicho judío". Si no es con ese humor corrosivo, paradójico y crítico (y con la caída y el abandono de la necesidad de un dolor amcestral, lascerante y obsceno) que se abren nuevas cuestiones profundas respecto del sentido de la vida que alguien me diga cómo.